Joseph Swain, otro
historiador, escribió en 1950 que aunque luego de la batalla las tropas
atenienses al mando de Milcìades tenían sobradas razones para regresar lo antes
posible a Atenas, teniendo en cuenta que los persas aún buscaban llegar a la
ciudad por la vía marítima, la primera versión del corredor de Maratón aparece recién
600 años después de la batalla. El investigador de la Universidad de
Columbia Richard Billows escribió en su libro Marathon. How one battle changed
western civilization que, una vez ganada la batalla, los atenienses debieron
replegarse con urgencia. El autor señala que las tropas debían cubrir por
tierra el mismo trayecto que los persas hacían por mar. Para los atenienses había
dos caminos: uno tenía 35 kilómetros, y el otro, entre 40 y 42, según recientes
mediciones aéreas realizadas por el Departamento de Historia de la Academia Militar
de los Estados Unidos. Pero el más largo era el más llano. Aunque existen
debates acerca de cuál puedan haber tomado, Billows señala que probablemente
ambos.
La postal de aquel 11 de
agosto del año 490 a .C.,
en el que el ejército completo encaró el regreso hacia Atenas, habla de 6 mil
hombres armados en medio del calor de la tarde, y luego de una batalla animal,
marchando lo más rápido posible durante seis o siete horas.
“La carrera de masas moderna
–concluye Billows- de miles de entusiastas detrás de los profesionales que han
salido antes y se han distanciado, reproduce con verosimilitud el aspecto que debió
tener ese trote forzado de miles de guerreros atenienses desde Maratón a Atenas
después de la batalla”.
Solo el polvo del camino,
solo Zeus, saben si el primer maratonista formaba parte de esa última travesía.
1.
Millones de años: una máquina
evolutiva preparada para exterminar cervatillos
“Antes, hace ya tiempo, yo te invitaba a cazar un ciervo.” Andrés Ciro Martínez,
“Espejo”
Una de las frases más citadas en artículos y libros que hablan de deportes
extremos y experiencias límites entre el ser humano y la naturaleza es la del
apicultor neozelandés Edmund Hillary.
-Edmund, ¿porqué escaló el Everest?- le preguntaron. -Porque estaba ahí- respondió
seguramente para sacarse un pesado de encima, y porque ya le habían hecho la
misma pregunta miles de veces y otras tantas habían insinuado cosas respecto de
la superación, de la adrenalina y el espíritu aventurero. Con ese haiku superó
sin embargo todos los lugares comunes y se introdujo casi sin sospecharlo en
honduras filosóficas, aplicables a tantísimas otras circunstancias.
- ¿Porqué te enamoraste,
Edmund?
- Porque ella estaba ahí.
O, claro:
-¿Porqué lo robó, Edmund?
Y aquí es donde si de nuevo está
cansado de responder lo mismo podría apelar a un dicho, que suena mejor en
italiano que en castellano:”L’occasione fa il ladro” (La ocasión hace al ladrón),
que dicho sea de paso también es una ópera de Rossini.
- Me enamoré del Everest (lo
robé, lo asalté, me enamoré) porque estaba ahí, señor periodista.
La fama de Hillary es
merecida, así como los galardones que recibió en numerosos países, aunque la
frase en verdad corresponde a George Leigh Mallory, otro prócer del montañismo.
Además de subir al Everest
en mayo de 1953- por primera vez para occidentales y cristianos-, Hillary fundó
la base antártica Scott en 1957 y fue el primero en atravesar el Polo Sur con
un vehículo terrestre un año después. Fue el epítome del aventurero; la palabra
parece haberse definido para él.
Pero hay que tener cuidado
de no contar solo la historia de los que ganan; junto con Hillary en todo el
camino hacia la cima de los Himalayas estuvo el sherpa Tensing Norgay, a quien
Hillary siempre defendió. Y parece que para los europeos fue un acontecimiento
sin par, era rutina para esa tribu nepalí.
¿El ser humano corre porque
las rutas, los caminos y las praderas están ahí?
No es tan sencilla la
respuesta (nunca es simple la verdad; al menos la científica), pero lo básico
es decir que el ser humano está preparado para correr, correr y correr.
Preparado genéticamente. Los que están ahí son los genes, a la espera de que se
los despierte.
Lindo y fácil de decir, pero
hacen falta las pruebas.
En este capítulo, y en el
resto del libro, desperdigadas por aquí y allá como si de pistas de un juego se
tratara, se detallarán algunas de ellas. La primera, a continuación (las demás
no se anunciarán así de fácil).
Daniel Lieberman es un
investigador en biología evolutiva de la Universidad de Harvard. Sus pruebas son de tipo
evolutivo, en principio. Lo que supuso es que la técnica de cazador que permitió
la supervivencia de la especie, al conseguir las valiosas proteínas animales,
tuvo que ver con correr hasta agotar a las presas. Lo que dice el título de
este capítulo: de a poco, un ser humano sin un Walmart ni un Carrefour a la
vista se transformó en una máquina de perseguir presas para comerlas. Y lo que
le valió la supervivencia ha quedado latente por si alguna vez hace falta de
nuevo (como lo imaginan numerosas fantasías de futuros posnucleares, o
poscatàstrofe; numerosas aunque ahora estén un poco pasadas de moda).
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