FILÌPIDES, EL PRIMER HOMBRE
Las carreras más célebres en la Antigua Grecia, se daban en tiempos de paz, que no eran de los más habituales. Eran tiempos breves, acordados, de algún modo artificiales; los reyes suscribían un tratado que imponía una ekecheiria, o “tregua olímpica”, durante la cual atletas y espectadores podían viajar tranquilamente hacia Olimpia para participar en los Juegos.
Esta tregua sagrada, dictada por Zeus (o en su nombre, vaya a saber), se impuso a partir del siglo VIII a.C., a través de un pacto firmado por los reyes Elis, Pisa y Esparta, quienes declararon sagrado los territorios donde se desarrollarían los Juegos y establecieron cualquier hostilidad. La ekecheiria obligaba a los hombres a bajar sus armas, permitía el libre desplazamiento desde las ciudades-estados hacia la zona de entrenamiento y luego al lugar donde se llevarían a cabo las competencias. Se suspendían momentáneamente las ejecuciones.
Toda violación de esta interrupción era observada como una afrenta al propio príncipe del Olimpo. Originalmente, la tregua era de un mes, Pero luego llegó a ser hasta de tres. Durante ese tiempo de paz pactada, los griegos libres disfrutaban de sus gestas deportivas, entre ellas, las carreras.
Sin embargo, no fueron ni la paz ni la ekecheiria las que permitieron que se escribiera la historia del maratonista más célebre del mundo antiguo. Fue la guerra.

La leyenda habla de una bahía, de una batalla y de un hombre. La bahía es Maratón, una amplia colina bordeada por una llanura costera ubicada a 40 kilómetros de Atenas. La batalla es la lucha defensiva que llevan adelante las tropas atenienses contra las persas que desembarcaron en aquellas playas europeas y buscan avanzar hacia el centro del poder griego. Y el hombre se llama Filìpides.
El año es 490 a.C. El mes, agosto.
Las tropas enviadas por el rey persa Darío I (entre 20 mil y 90 mil hombres, según la variada propuesta de los historiadores) aguardan apostadas sobre la playa de la Bahía de Maratón luego de un desembarco que asusta a los griegos. Unos 10 mil soldados atenienses al mando del general Milcìades llegan al lugar con la intención de contener el avance enemigo.
Según quien la cuente, la superioridad persa es de entre dos a nueve veces. Pero los atenienses acampan sobre la colina, protegen los caminos que conducen a Atenas y dominan el terreno desde una altura desde la que pueden ver a un invasor –que los triplica en hombres- apostado en la orilla.
Los bandos se observan durante una semana.
Y entonces un rumor indica que un grupo de soldados persas intenta embarcarse con sigilo para tratar de llegar a Atenas por otro flanco marítimo y aprovechar que buena parte del ejército local se encuentra lejos de la capital.
Milcìades analiza la situación y ordena a sus hombres que recuperen la playa.
Con su directiva, escribe los primeros trazos de la gesta bélica más célebre de la Antigua Grecia. “La más importante batalla de la historia occidental”, según calificó el pensador inglés John Stuart Mill (hay que tener en cuenta que este utilitarista murió en 1873 y se perdió un siglo XX pródigo en batallas y matanzas para occidente, oriente, septentrión y australis).

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